En el infinito espectro de fiestas que celebramos en el planeta, los carnavales ocupan un lugar muy especial por esa extraordinaria capacidad de disponernos hacia el contacto lúdico con otras gentes y culturas que nos invitan a interpretar personajes históricos, roles predeterminados o incluso, facetas desconocidas de nosotros mismos.
Es quizá por su condición alegre, festiva y mutante por la que esta celebración transforma su nombre, formato, estética y ubicación en el calendario dependiendo del lugar del globo terráqueo en el que se celebre. Queremos que convivan el maravilloso costumbrismo de nuestra ciudad con el folklore y tradiciones de algunos de los países de Iberoamérica que más presencia tienen como son Ecuador, Colombia, República Dominicana, Argentina, Perú y Brasil.
Lo que permanece absolutamente intacto son tres ingredientes concretos: la fiesta en la calle, el atuendo sin complejos y la banda sonora que acompaña a la celebración. El carnaval, en algunas ocasiones fue cosa de bailes, de máscaras y de palacios. Pero también, la oportunidad para festejar popularmente, sin prejuicios, la vida. Si a esta manera tan espontánea de festejar le añadimos una alteración de nuestra apariencia ordinaria, es probable que nuestro yo más auténtico salga a relucir.
Cómo no hacer mención a la música y a los bailes: elementos inseparables de cualquier festejo carnavalesco. Los coros de unas chirigotas, las trompetas de una charanga, las percusiones de una batucada o el ritmo de bombo de alguna canción de electrónica realizan una gran función: despertar nuestra faceta más alegre, comunicativa, empática y sensorial.
Poniendo en valor estos tres ingredientes, hemos querido proponer un pasacalles que refleje la alegría de la celebración entre las culturas madrileña y latinoamericana. Además de hacer convivir a los chulapos y las chulapas de la vieja escuela con el público millenial. Y todo esto como preámbulo del entierro de la sardina: ese momento icónico en el que el compromiso, la ironía y la elocuencia se dan la mano. Y es que, como decía Pio Baroja (autor, entre otros muchos, de Locuras de carnaval): “Una costumbre indica mucho más el carácter de un pueblo que una idea”.